FRUCTUOSO RIVERA: El caudillo fascinante por Lincoln R. Maiztegui Casas

Pragmático y resultadista, supo, cuando creyó que era inevitable, jugarse la vida a una sola carta. Y nadie puede negarle el sitial que ocupa en la historia como uno de los grandes forjadores de esta nación.

Hace pocos días (hablamos de octubre del 2013, aclaración mía) el colega Nery Pinatto tuvo la amabilidad de contactarme telefónicamente para que habláramos sobre los actuales problemas que el Uruguay mantiene con Argentina. En el devenir de la charla, se tocó la figura de Fructuoso Rivera, y de su larga y esplendorosa carrera, y obviamente, el episodio de Salsipuedes. Yo dije, en aquel momento, que (más allá de las múltiples discrepancias que mantengo con don Frutos; también las tengo con Artigas y con Oribe, porque hombres perfectos nunca han existido), siento por Rivera una inmensa admiración, que nadie sabe lo que sucedió en Salsipuedes (la versión que se ha difundido es de origen charrúa, y por lo tanto, en absoluto imparcial) y que, como héroe nacional que es, Rivera es acreedor de la mayor de las gratitudes.
Creo que la centralita de la radio debe haber colapsado con la cantidad de llamadas en las que se me decía de todo menos que era lindo. Fue una espléndida demostración de cómo ha decaído la cultura de este país, y del daño que una historia enseñada mal y con mala intención (o sea, como arma de propaganda política) ha provocado. Los adjetivos de “traidor”, “asesino”, “basura” y otros similares se acumulaban sobre la figura del vencedor de Rincón. Tanta hostilidad sólo puede obedecer a la más supina ignorancia. Un señor de esos que hablan porque tienen lengua, y que (al revés de Sócrates) no saben que no saben, intentó contradecirme sosteniendo que Rivera había engañado y traicionado a los indios, provocando un “genocidio”. Le contesté si es que él había estado allí, y era testigo presencial de lo que afirmaba. Porque de no ser así, bien se podría haber ahorrado tal cúmulo de idioteces.
Nadie sabe lo que sucedió en Salsipuedes, donde según Acosta y Lara en su medular trabajo “La guerra de los charrúas”, no murieron más de unas pocas decenas de hombres. Este lamentable hecho me dio la idea de que se hace necesario resumir, con la máxima honestidad posible, la trayectoria histórica del fundador del Partido Colorado. La presente sección lleva muchos años gozando de la hospitalidad de este diario, y una vez, hace ya tiempo, nos habíamos ocupado del personaje. Pero a la vista de cómo (y de qué forma canallesca) ha irrumpido la calumnia en este caso, me ha parecido oportuno volverme a ocupar del mismo. Escribo para todos, desde luego, pero fundamentalmente para los más jóvenes, víctimas preferidas de los que han dedicado sus miserables existencias a señalar que todos los buenos han estado de su lado y todos los malos del otro, a pudrir la mente de los muchachos y a dar por ciertas sus mentiras. A ellos, el más ínfimo de mis desprecios.

Hombre de muchos pliegues

Los detractores de Rivera (los de ayer y los de hoy) subrayan sus infidelidades, su descuidado manejo de las finanzas públicas y su ocasional crueldad. Quienes lo defienden, en cambio, exaltan su patriotismo, que consideran probado a través de 40 años de constantes combates, su suprema habilidad de guerrillero, sus ocasionales demostraciones de tolerancia, su penetración psicológica para manejar a los paisanos, su generosidad y su probidad, pues habiendo heredado una fortuna y ocupado los más altos cargos murió en la pobreza. Y lo que hace fascinante su personalidad, lo que lo erige tal vez en el personaje más interesante de nuestra historia, es que detractores y partidarios parecen tener razón por igual.
Rivera fue a la vez fiel y desleal, honesto y prevaricador, sincero y taimado, esposo amantísimo y escandalosamente infiel, pero siempre imprevisible y, a su manera, genial. “Hombre de muchos pliegues” le llama Tomás de Matos, pese a que él gustaba definirse como “un oriental liso y llano”. Pragmático y resultadista hasta el límite, supo, cuando creyó que era inevitable, jugarse la vida y la posición a una sola carta. Y nadie, ni los enemigos más cerrados de su memoria, pueden negarle con un mínimo de lógica el sitial que ocupa en la historia como uno de los grandes forjadores de esta nación.

La aventura juvenil

Fructuoso Rivera nació, según se cree, en tierras de Florida, junto al arroyo de la Virgen, en la estancia que allí tenía su padre. Tampoco se puede conocer con exactitud la fecha de su venida a este mundo; se ha mencionado el 27 de octubre (día de San Fructuoso) de 1784, pero 1788 parece un dato más aproximado. Era hijo de Pablo Hilarión Perafán de la Rivera, natural de la Córdoba argentina de ascendencia andaluza, y de Andrea Toscano Velásquez, porteña. Su padre, junto a sus hermanos Martín y Juan Esteban, se radicó en la Banda Oriental en el último tercio del siglo XVIII. Llegó a ser un poderoso propietario de tierras, con más de 280 mil cuadras, mayoritariamente en los actuales departamentos de Paysandú, Durazno, Rivera, Florida y el Miguelete, y tenía casa en Montevideo.
Asociado con Manuel Durán y con Luis de Herrera -fundador de la rama blanca de los Herrera- poseyó saladeros, integró el Cabildo de Montevideo y fue juez general de la zona norte del territorio oriental. Siete de los hijos del matrimonio alcanzaron la edad adulta: María Luisa (madre del caudillo Bernabé Rivera), Félix José, Ignacia, Narcisa, Teodora, Fructuoso y Agustina Gregoria.
Moreno, de cabello ensortijado (que el único daguerrotipo que de él se conserva no refleja) y con la tez aceitunada propia de los andaluces, el aspecto físico de Fructuoso le valió el mote de “pardejón” con que sus enemigos lo bautizaron en cierta época. Sus estudios seguramente fueron elementales y muy precarios, lo que se evidencia en su desmañada correspondencia. Se sumó tempranamente a la revolución, junto a su hermano Félix –del que se sabe muy poco y que pareció tener veleidades intelectuales; nació el 21 de febrero de 1781,estudió en la universidad de Córdoba, se casó con Martina Silva, participó en la Redota y murió en fecha indeterminada, según Apolant, antes de 1835, sin dejar sucesión- y a su sobrino Bernabé, hijo natural de María Luisa que era presentado como hermano de ambos. Amante de la vida rural, consumado jinete y lancero incomparable, generaba en sus huestes una honda adhesión, así como fuertes rechazos derivados de su carácter dominante y su afición a la broma zumbona e hiriente. Participó en la acción del Colla, sirviendo a Benavides, y conoció a Artigas en San José, quien lo nombró teniente y lo distinguió con particular simpatía. En Las Piedras parece haber obtenido el grado de capitán, aunque hay quien discute su participación en dicha batalla. Acompañó la Redota con toda su familia, en siete carretas en las que viajaban sus padres, Félix, tres de sus hermanas, dos niños, once esclavos y cinco esclavas.

Casamientos

Se mantuvo junto a Artigas cuando el conflicto con Sarratea, luchó en el Cerrito al frente de tres compañías de blandengues y se integró al segundo sitio de Montevideo. De esos años data su amistad con Lavalleja, a quien representó en su casamiento por poder con Ana Monterroso. A finales de 1815 contrajo enlace con Bernardina Fragoso, mujer de excepcional fineza espiritual, que fue su compañera toda la vida por sobre las frecuentes infidelidades de su esposo.
En diciembre de 1814 protagonizó un desagradable incidente con los soldados del cuerpo de blandengues que comandaba: al decir de Francisco Bauzá, le pegó un cachetazo a un subordinado y ello enfureció a la tropa, cuyos integrantes “lo desnudaron de sus vestiduras y le persiguieron hasta obligarlo a esconderse en el infiernillo de una atahona”. Tuvo indudablemente una participación decisiva en la batalla de Guayabos (enero de 1815), pero está en cuestión el mando supremo de las tropas orientales que se le ha atribuido sobre la base de un párrafo de Dámaso Antonio Larrañaga (“Yo deseaba mucho conocer a este joven por su valor y buen comportamiento. El fue quien, en Guayabos, derrotó a las fuerzas de Buenos Aires mandadas por Dorrego”. Viaje de Montevideo a Paysandú, junio de 1815).

Guerrillero genial

Los excesos permitidos y hasta alentados por Otorgués en Montevideo llevaron a Artigas a sustituirlo por Rivera como comandante militar. Este llegó a la capital a pie y con sus bártulos en un carrito, en actitud de total acatamiento a las autoridades civiles. Puso fin a los desmanes y ganó prestigio y credibilidad.
Al producirse la invasión portuguesa, el 19 de noviembre de 1816 Rivera fue derrotado en India Muerta por el comandante Pintos, y Lecor ocupó sin problemas Maldonado el 4 de enero de 1817. Pese a ello, en mayo Artigas lo designó jefe de todas las fuerzas situadas al sur del Río Negro. Según Francisco Bauzá esta decisión “cayó como una bomba entre los jefes y oficiales de línea”, y Rufino Bauzá, comandante del batallón de Libertos, resolvió abandonar el combate y pasar a Buenos Aires; con él marcharon los hermanos Manuel e Ignacio Oribe.
En la lucha subsiguiente, sin embargo, Rivera comenzó a labrar su leyenda de guerrillero genial. Obtuvo algunas victorias (Guaviyú, Chapicuy), salvó al propio Artigas de caer prisionero en Queguay Chico (1818) y en octubre de 1819, sorprendido por las fuerzas de Bentos Manuel Ribeiro, protagonizó la célebre “retirada del Rabón”, en el curso de la cual perdió apenas 14 hombres a lo largo de 60 kilómetros. Por fin, el 28 de ese mes el combate entre los dos guerrilleros se inclinó a favor del riograndense, que en Arroyo Grande (nombre fatal para Rivera) venció al oriental.
Después de esta derrota y del desastre de Tacuarembó (22 de enero de 1820), Rivera entró en conversaciones con los portugueses y se pasó al enemigo, según propuesta de su amigo Julián de Gregorio Espinosa. A mediados de marzo el caudillo oriental y el propio Lecor se encontraron en Tres Arboles y convinieron un acuerdo. Rivera puso dos condiciones para su sometimiento: la conservación de la fuerza armada que comandaba, y el no desalojo masivo de paisanos de sus tierras. Se le reconoció el grado de coronel y de inmediato, el sinuoso guerrillero cambió radicalmente de lenguaje, y de considerar a los portugueses “inícuos, mucho más tiranos que los españoles” pasó a alabarlos y a considerar a Artigas “hombre desconfiado, criminal y sin conocimiento del corazón humano”.
¿Hubo traición? Desde el punto de vista de Artigas, claro que la hubo; una traición que nunca perdonó. Rivera veía las cosas desde otra óptica. La guerra contra Portugal estaba perdida, y desde que el mundo es mundo, se conocen sólo dos formas de perder una guerra: o resistiendo hasta el martirio o pactando: Rivera veía a Artigas empeñado en mantener una resistencia absurda, y creyó que era mejor esperar una coyuntura más favorable, manteniendo gente armada a sus órdenes. Esos son los hechos.

El salto a la grandeza
El discutido “abrazo del Monzón” constituye la más absurda polémica de nuestra historia. Los hechos demuestran claramente que Frutos fue sorprendido y capturado, pero que su decisión de abandonar la causa brasileña y pasarse a la lucha por la reincorporación a Argentina fue auténtica.
En los años inmediatos (1820-1825) Fructuoso Rivera se convirtió en el más importante caudillo oriental. Fue factor determinante para que los paisanos, en especial los beneficiarios del Reglamento artiguista de 1815, no fueran desalojados de sus tierras. Haciendo jugar en su favor esta influencia, comenzó a acrecentar su prestigio y su poder. Colaboró desde posiciones de primer orden con la dominación portuguesa y fue delegado al Congreso Cisplatino (1821), en cuyo seno votó la incorporación de la provincia al reino de Portugal, Brasil y Algarbes (con salvaguardia de la autonomía). Mientras otros padecían prisión o exilio, él recibía toda clase de honores y prebendas (fue designado barón de Tacuarembó, aunque rechazó el título).
Sin embargo, los hechos demuestran que nunca consideró esta ocupación como algo permanente. Al producirse la independencia del Brasil, en 1822, se mantuvo fiel a Lecor y al flamante Imperio, y tuvo su primer enfrentamiento militar con Oribe, que lo derrotó en Casavalle (1823). Pero aunque negó su concurso al movimiento del Cabildo Representante de Montevideo, que en 1823 lideró un intento de sacudirse el yugo brasileño, mantuvo correspondencia clandestina con él y declaró coincidir en sus objetivos, aunque no creía en una independencia total sino parcial.

El “abrazo” y la fuga

Cuando Rivera decidió romper con los brasileños, en 1825 (por múltiples causas: La Constitución brasileña no se estaba cumpliendo, y el propio Lecor había comenzado a desconocer el acuerdo que tenía con él), su concurso fue decisivo. El discutido “abrazo del Monzón” constituye la más absurda polémica de nuestra historia. Los hechos demuestran claramente que Frutos fue sorprendido y capturado, pero que su decisión de abandonar la causa brasileña y pasarse a la lucha por la reincorporación a Argentina fue auténtica. Se pasó a las fuerzas lavallejistas, y con él lo hicieron numerosos e influyentes caudillos, que ya lo reconocían como su conductor. En septiembre de 1825 ganó la batalla de Rincón (una modélica acción de guerrilla) y el 12 de octubre participó en la exitosa carga de Sarandí.
Argentina se decidió, por fin, aceptar la reincorporación de la Provincia Oriental y encarar una segura guerra con el Imperio; para ello, envió al otro lado del Plata a un “Ejército de Observación”. Pero cuando los jefes porteños Martín Rodríguez y Alvear intentaron disolver las fuerzas orientales y subsumirlas en las restantes, Frutos olvidó su pragmatismo y se jugó entero en defensa de la autonomía provincial. “Con aquellos dislocamientos –escribió- no sólo se aniquilarían las fuerzas de la Provincia, sino que desgarraría en trizas su autonomía, verdadero fin perseguido desde los tiempos de Artigas”. Este temprano recuerdo del gran caudillo exiliado debería ser tomado en cuenta por quienes, debido a su supina ignorancia, hacen gárgaras con las cartas que envió a Ramírez en 1820, tiempos de ruptura.
Ante el fatuo y vengativo Alvear Frutos se había jugado, por puro patriotismo, una difícil parada. El general porteño ordenó que se lo apresara, y Rivera se vio obligado a escapar. Pasó a Buenos Aires, donde conoció a Juan Manuel de Rosas, y se refugió en Entre Ríos y luego en Santa Fe, bajo la protección de Estanislao López, siempre acompañado por su inseparable compañero el negro José María Luna. Según una versión tradicional, éste se vendió como esclavo para ayudar a su patrón, por entonces en la miseria.
Fueron años oscuros y difíciles (“Lo que pueden la ignorancia o la ingratitud y mala fe –escribía dolorido a Julián de Gregorio Espinosa-. No pierden estos miserables un solo momento de hacerme parecer como un traidor. La puta que los parió. Traidor les he de dar yo, si se descuidan”), pero al caudillo le sobraban energías como para superarlos.

La campaña de las Misiones
En 1828, al frente de poco más de 100 hombres, regresó a territorio oriental con la intención de arrebatarle a los brasileños las Misiones Orientales. La idea era audaz y ambiciosa, pero la campaña fue fulminante; en 20 días el formidable caudillo conquistó todo el territorio (tan grande como todo el Uruguay actual) con mínimas pérdidas militares. Las poblaciones lo recibían como un libertador y las escasas tropas brasileñas que allí actuaban debieron someterse. Oribe, enviado por Lavalleja a perseguirlo, atravesó el Ibicuy y marchó en busca del conquistador, pero se produjo un entendimiento entre ambos caudillos, por intercesión de Bernabé Rivera. Oribe escribió a Lavalleja en los siguientes términos: “El mismo general Rivera, de cuyo patriotismo no debe ya dudarse, (…) es acreedor a que se le releve de la ominosa nota de traidor con que, por equivocación, lo calificó problemáticamente el Ministerio de la Guerra”.
La conquista de las Misiones resultó decisiva para la firma de la Convención Preliminar de Paz, que formalizó la independencia de Uruguay. Rivera, muy a su pesar, se vio forzado a devolver al Brasil el territorio que acababa de arrebatarle y, después de firmar con el jefe brasileño Sebastián Barreto el acuerdo de Iberé-Ambá (25 de diciembre de 1828), por el cual se establecía la margen izquierda del río Cuareim como límite transitorio del estado naciente, marchó hacia el sur seguido por un gran número de familias, en una suerte de segunda “Redota”. Con las familias que lo acompañaron, fundó una población llamada después Bella Unión.

El período transicional
Durante el gobierno de transición de José Rondeau ocupó el cargo de jefe de Estado Mayor del Ejército. Respaldado por los supervivientes de la Provincia Cisplatina, llamados “abrasilerados” (como Nicolás de Herrera y Lucas Obes), y por algunos ex lavallejistas, su peso político fue creciendo y el 29 de agosto de 1828 Rondeau lo designó ministro universal, mientras Lavalleja ocupaba la jefatura del Ejército. Cuando Rondeau, privado de apoyos, renunció el 17 de abril de 1830, la situación de guerra entre Lavalleja y Rivera se hizo inminente, pero el 18 de junio ambos caudillos llegaron a un acuerdo conocido como “pacto de los generales”, por el cual Lavalleja quedaba a cargo del Poder Ejecutivo hasta la jura de la Constitución y la convocatoria a elecciones, mientras Rivera ocupaba la Comandancia General de la Campaña. Tras las elecciones, el primer Parlamento nacional lo designó como primer presidente constitucional de la República Oriental del Uruguay. ¿Fueron elecciones limpias? No lo fueron, desde luego, ni podían serlo. Pero resultaron suficientemente honestas como para quitar la poltrona presidencial al jefe de la Cruzada, Juan Antonio Lavalleja, que gozaba entonces de un prestigio legendario y ejercía el mando supremo.
Aquella culminación de la vida política de Rivera estaba lejos de ser tall; por el contrario, fue el comienzo de otra etapa, que resultaría tan sinuosa, contradictoria y llena de glorias como la anterior.
“Por los papeles públicos he visto su nombramiento a la presidencia de esa Banda. Yo estoy lejos de felicitarlo, porque la experiencia me ha enseñado que los cargos públicos, y sobre todo el que usted obtiene, no proporcionan otra cosa que amarguras y sinsabores”. Con estas escépticas palabras saludaba José de San Martín, desde su exilio en Francia, la ascensión de Fructuoso Rivera a la primera presidencia constitucional de la flamante República Oriental del Uruguay. Fueron palabras proféticas, hasta cierto punto. Rivera era un caudillo sin formación política (aunque con arrestos intuitivos sorprendentes), que alentaba un pobre concepto del Estado, no tenía clara la diferencia entre el patrimonio público y el suyo particular y concebía el poder como una concatenación de fidelidades personales. Por ello, su primera presidencia dejó mucho que desear, juicio que acompañan incluso algunos de sus más extremados partidarios.

La primera presidencia constitucional

El presidente se dedicó a vagar por la campaña mientras la administración pública quedaba en manos de una camarilla que la historia recuerda como los “cinco hermanos” y que integraban Nicolás de Herrera (fallecido en 1832), Lucas Obes, Juan Andrés Gelly, Julián Alvarez y José Ellauri. Cuatro de ellos estaban casados con hermanas de Lucas Obes: Herrera con Consolación, Ellauri con Francisca, Alvarez con Pascuala y Gelly con Micaela. A esta pequeña oligarquía enquistada en el poder se sumó Santiago Vázquez, ex Caballero Oriental y adversario de la dominación luso-brasileña.
Se trataba de personalidades de notable vuelo intelectual, que encararon la solución de algunos de los principales problemas de un país en el que estaba todo por hacer con creatividad y talento. Pero los logros que pudieron obtener se vieron oscurecidos por el común interés de lograr ventajas para sus personas y su clase. En su descargo puede argumentarse que actuaron con espíritu liberal, lo que se refleja en los terribles ataques de que eran objeto en la prensa opositora. A Nicolás de Herrera le llamaban “Maquiavelo”, a José Ellauri “licenciado Farfulla” y debajo de una caricatura en la que aparecían los “cinco hermanos” más Santiago Vázquez se incluía una leyenda que rezaba: “Ya lo veis, ya lo veis, para el robo somos seis”.
La primera presidencia constitucional del país tuvo como elementos esenciales el despilfarro en las finanzas públicas (no se favoreció del mismo, por cierto, el presidente, que murió en la pobreza), los varios intentos armados de Lavalleja para derrocar al presidente y el exterminio de los últimos charrúas (1831) no integrados, que constituían un peligro constante para personas y haciendas. La mortandad, en Salsipuedes y Mataojo no pàrece haber pasado de unas decenas, y la tan manida tesis de una traicionera emboscada debe tomarse con pinzas; es la versión que algunos charrúas supervivientes dieron a Manuel Lavalleja durante un tiempo en que convivió con ellos; el hermano más joven del Libertador se lo contó al general Antonio Díaz, y éste a su sobrino, el gran Eduardo Acevedo Díaz. No quiere esto decir que las cosas no hayan sido así, sino que no puede afirmarse que lo hayan sido; en realidad, nadie sabe con certeza lo que aconteció en Salsipuedes. Lo único indiscutible es que el país entero (indios asimilados incluidos), en 1831, pedía a gritos una acción drástica, ya que la amenaza que constituían era pavorosa. El propio Lavalleja había solicitado al presidente que terminara con aquel problema. Hubo un genocidio, desde luego, pero no en Salsipuedes, ni atribuible a Rivera: fue un rudo choque de civilizaciones que duró 200 años.

“Se viene el patrón”

Los contradictorios hechos no pasaron en vano por la vida del tumultuoso e imprevisible caudillo. Comenzó a comprender que la institucionalidad era un valor que trascendía las siempre dudosas fidelidades personales, y adquirió –entonces sí- visos de estadista.

Al finalizar su mandato constitucional, Rivera apoyó la candidatura presidencial de Manuel Oribe, que no había secundado las rebeliones de Lavalleja, y pasó a desempeñar el cargo de Comandante General de la Campaña. Pero la investigación realizada por el nuevo presidente de las cuentas de su administración y las presiones de los unitarios opuestos al gobernador de Buenos Aires Juan Manuel de Rosas, refugiados en Montevideo, cuyas actividades Oribe reprimió, determinaron que se distanciara rápidamente de su sucesor.

Los partidos fundacionales

Oribe suprimió el cargo que ocupaba, lo que Rivera aceptó en primera instancia; pero cuando el presidente de la República rectificó tal medida y nombró para desempeñar la comandancia a su hermano Ignacio, se levantó en armas con el apoyo del general argentino Lavalle y de los caudillos separatistas de Rio Grande do Sul. Aquella guerra civil marcó el inicio de dos de los partidos políticos más antiguos y sólidos del mundo: los “blancos” (oribistas) y los “colorados” (riveristas).
Derrotado por Ignacio Oribe el 19 de septiembre de 1836 en la batalla de Carpintería, en la que se usaron por vez primera las divisas tradicionales, se refugió en Brasil. En octubre de 1837 invadió el país y obtuvo dos victorias decisivas: Yucutujá (22 de octubre) y Palmar (15 de junio de 1838). El 21 de agosto, mientras sitiaba Paysandú, firmó con el ministro de Relaciones Exteriores de la república riograndense, José Mariano de Mattos, el tratado de Cangüé, por el cual “se obligaba” a hacerse elegir presidente de Uruguay y a no abandonar nunca ese cargo sin pasar a ocupar de inmediato la Comandancia General de la Campaña “por todo el tiempo que dure la actual guerra de independencia gloriosamente sustentada por el pueblo riograndense”. Tal vez no haya hecho histórico que registre mejor el concepto primitivo que el caudillo tenía por entonces del poder político que este peregrino documento, en el cual “se obligaba” a ocupar un cargo electivo.
Por fin Oribe se vio obligado a “resignar” la Presidencia el 24 de octubre de 1838 y marchó a Buenos Aires, donde Rosas lo recibió como presidente legal y le ofreció el mando del Ejército de la Confederación Argentina. El 1° de noviembre Rivera, constituido brevemente en dictador, entró triunfante a la capital. El 1° de marzo de 1839 fue electo presidente por segunda vez, elección no reconocida por los seguidores de Oribe. Aliado al unitarismo porteño, a los “farrapos” de Rio Grande y al gobierno de la provincia de Corrientes, Rivera declaró la guerra a Rosas el 10 de marzo de 1839.

La Guerra Grande

Su segundo gobierno se vio ocupado esencialmente por la llamada Guerra Grande (1839-1851); condujo personalmente las acciones militares, mientras una nueva generación de “doctores” se ocupaba de la administración. El 29 de diciembre de 1839 obtuvo su última gran victoria en la batalla de Cagancha, al poner en fuga a las fuerzas rosistas que comandaba Pascual Echagüe. El 12 de abril de 1842 se firmó el tratado de la Liga Cuadrilátera entre Uruguay y los gobiernos provinciales de Santa Fe (Estanislao López), Entre Ríos (José María Paz) y Corrientes. Rivera apoyaba la idea de crear el “Uruguay Mayor”, un Estado compuesto por los territorios unidos de la República Riograndense, Uruguay y algunas provincias del litoral argentino.
Por ese entonces Montevideo era un cosmopolita centro de conspiración y propaganda antirrosista. Ello no le hacía demasiada gracia a Rivera, que procuraba, en base a la mediación de Francia y Gran Bretaña, una paz honorable con el gobernador bonaerense. Aumentó la tensión entre el presidente, que pasaba lo principal de su tiempo en campaña, y quienes ejercían el gobierno en la capital (Joaquín Suárez, Manuel Herrera y Obes, Luis y Andrés Lamas) , todos ellos hostiles al caudillismo. Cuando por fin Rivera fue estrepitosamente derrotado por Oribe en la batalla de Arroyo Grande (6 de diciembre de 1842) comenzó a ser abiertamente cuestionado por los dirigentes urbanos de su propio partido. Todos estos hechos no pasaron en vano por la vida del tumultuoso e imprevisible caudillo. Comenzó a comprender que la institucionalidad era un valor que trascendía las siempre dudosas fidelidades personales, y adquirió –entonces sí- visos de estadista.

El regreso explosivo

El 16 de febrero de 1843 Oribe, aliado a Rosas, inició el llamado Sitio Grande de Montevideo -que se extendió hasta 1951- y el 15 de marzo finalizó la segunda presidencia de Rivera; fue sustituido sin elecciones, dada la situación de guerra, por el presidente del Senado Joaquín Suárez. El caudillo aún logró alguna victoria sobre el oribismo (Solís Grande, 18 de junio de 1843), pero el 27 de marzo de 1845 fue derrotado por el entrerriano Justo José de Urquiza en la batalla de India Muerta (que culminó en una espantosa degollatina de heridos y prisioneros). Se internó en Brasil y el gobierno de Montevideo pidió que se le retuviera en Río de Janeiro y se le impidiera el regreso. Vivió allí un año, en la estrechez, pese a que fue recibido en audiencia privada por el Emperador. En un exilio que era en realidad destierro, despreciado y vilipendiado por sus enemigos (que lo trataban de “pardejón” y de “incendiario”) y acosado por los dirigentes del partido que él mismo había fundado, sus días de gloria parecían cosa del pasado. Pero, a pesar de su precaria salud y de la amargura que lo embargaba ante lo que consideraba traición de los suyos, le sobraban energías para revertir tanta desdicha.
El gobierno de la Defensa, tratando de enviarlo lo más lejos posible, lo designó representante en Paraguay: pero el caudillo regresó a Montevideo en una embarcación llamada Fomento y de inmediato se creó una situación explosiva. Parte de la población y algunos destacados caudillos y jefes militares, organizados por Bernardina y Venancio Flores, prepararon su vuelta al poder: la consigna “se viene el patrón” se repetía en todas partes. Llegó a puerto el 18 de marzo de 1846; el gobierno le impidió desembarcar pero el 1° de abril estalló una violenta rebelión que obligó a Joaquín Suárez a autorizar su bajada a tierra, mientras Melchor Pacheco y Obes se refugiaba en un barco francés y Santiago Vázquez y Francisco Muñoz renunciaban a sus respectivos ministerios. Sólo el proteico Suárez recibió al formidable caudillo, que fue nombrado presidente del Consejo de Estado y Gran Mariscal de la República.
Rivera dio entonces una inolvidable lección de nobleza y de patriotismo. Pudo haber tomado el poder, pero su nuevo y superior concepto de la institucionalidad lo llevó a conformarse con la jefatura del Ejército.

La fascinación

Marchó de inmediato a la campaña (no sin antes superar un extraño intento de asesinato a cargo de un tal Laureano Caló, al parecer hombre de la Mazorca rosista) y el 26 de diciembre tomó Paysandú, en una acción en la que sus tropas cometieron terribles abusos. Alfredo Lepro no los desconoce, pero los atribuye al batallón de vascos, como si Rivera no hubiera tenido nada que ver con ellos.
No fueron peores que los que cometieron las fuerzas de Oribe después de Famaillá o Arroyo Grande, pero es inevitable referirse a los mismos como desmentido a la imagen angélica que sus panegiristas cultivan, como si el caudillo hubiera sido un prodigio de tolerancia y bondad. Esta constante mentira histórica niega, con torpeza, una de las más fascinantes características del personaje; sus abruptas contradicciones. Porque es cierto que Rivera se mostró muchas veces magnánimo y generoso con sus enemigos; de no haber sido así, ni Melchor Pacheco, ni Andrés Lamas, ni el propio Manuel Herrera y Obes hubieran podido contarlo. Pero también es verdad que permitió y hasta cometió directamente terribles actos de crueldad, consecuencia de los tiempos que le tocó vivir. Muchas veces fue mezquino y otras tantas extremadamente desprendido, como cuando le escribía a Bernardina: “Amalaya hubiese quien quisiera comprar todos los terrenos y todo lo que nosotros poseemos”, para financiar la lucha en la que estaba comprometido.

Los años finales

Rivera inició gestiones ante Oribe y el gobierno del Cerrito: procuraba lograr una paz entre orientales para terminar con un conflicto que ponía en peligro la independencia. Las tratativas se frustraron después que el 17 de enero de 1847 Ignacio Oribe lo derrotó completamente en la sierra de las Ánimas. Se refugió en Maldonado y en setiembre el gobierno de la Defensa decretó su destierro y encargó al coronel Lorenzo Batlle la misión de ejecutar la orden y embarcarlo hacia Río de Janeiro. Una vez más, el caudillo pudo haberse resistido; fuerzas tenía para ello. Pero aceptó ser embarcado, no sin antes dejar a Manuel Herrera y Obes una dolida carta.
Tras dos años de residir en casa de amigos, en la indigencia, por gestiones de Andrés Lamas el gobierno de Brasil ordenó su detención el 1° de febrero de 1851 y lo internó en una fortaleza. Cuando el gobierno de la Defensa firmó los tratados de octubre de 1851, que entregaban definitivamente las Misiones Orientales que él había gloriosamente conquistado en 1828, el caudillo se hallaba entre rejas; este hecho incontrovertible no ha evitado que, en los últimos años, una pléyade de ignorantes e imbéciles lo acusen de haber “entregado” ese territorio.
Tras el fin de la Guerra Grande, el gobierno de Juan F. Giró levantó su destierro. En mayo de 1852 lo visitó Pacheco y Obes, que volvía de Europa y con quien se reconcilió de inmediato. Poco después arribó Bernardina. En setiembre de 1853 recibió la noticia de que había sido designado miembro de un triunvirato junto a Venancio Flores y a Juan A. Lavalleja, con el que se había reconciliado. El 10 de noviembre de 1853, escoltado por 50 hombres, inició su último viaje, y el 19 ingresó a territorio oriental. Recibió muestras de alegría y respeto por parte de Anacleto Medina, a quien había dado en presente su sable de Cagancha y que hizo desfilar sus tropas ante él. Llegó hasta Durazno, pero en vez de seguir hacia Montevideo, marchó a pasar unos días en Cerro Largo.
El 11 de enero de 1854 se encontraba tan mal que el jefe de la escolta, Brígido Silveira, resolvió detenerse en las proximidades de Melo, en el rancho de un paisano llamado Bartolo Silva. Allí murió el 13 de enero de 1854 y su cuerpo fue puesto en una caja de lata llena de caña para que pudiera llegar incorrupto a la capital. Su muerte fue el principio de su leyenda y de una polémica histórica que no ha finalizado. La historia (la de verdad, la que han escrito los que saben) recoge con justicia su impar aportación a la génesis y consolidación del Uruguay independiente, sus legendarias dotes de guerrillero y la creación de una de las dos grandes fuerzas políticas que hicieron el país

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