Mi recuerdo de la guerrilla tupamara se remonta en un día de primavera del 68 cuando de camino a clase de inglés una bala pasó tan cerca de mi cabeza que me dejó sorda por varios días. El MLN asaltaba un Banco para robarse el dinero y por poco, termina con mi corta vida.
Ese día me suspendieron las clases de inglés y comprendí por qué mi madre nos mantenía encerrados mientras estallaban bombas y disturbios en toda la ciudad, en tanto los mayores rezaban para que detuvieran a ese grupo de energúmenos que mataban a sangre fría.
Otro recuerdo vívido es cuando, algunas tardes en el colegio nos pedían que nos acurrucáramos bajo los bancos de trabajo porque grupos de estudiantes (luego supimos que estaban infiltrados por terroristas) rodeaban el instituto para arrojar piedras a los ventanales.
Poco tiempo después se suspendían las clases y los niños de los sesenta fuimos obligados a mirar la ciudad detrás de los vidrios de nuestras casas, porque en cualquier esquina podíamos ser víctimas de aquella pandilla de terroristas.
Una mañana de octubre de 1969, mi abuelo llegó lívido con la noticia de que los terroristas habían asaltado la ciudad de Pando y que el yerno de un amigo, Carlos Burgueño, un laborioso joven había caído por las balas terroristas cuando iba a conocer a su hijo recién nacido.
Recuerdo que ese fue un punto de inflexión en la ciudadanía, nadie estaba a salvo.
El Uruguay se volvió un infierno y los vecinos que no tenían ni arte ni parte en ese lio, reclamaban que alguien pusiera orden a aquel dislate y la vida volviera a la normalidad.
Los más chicos no llegábamos a comprender bien que pasaba, pero intuimos que era muy grave porque seguíamos encerrados y no nos llevaban a pasear por la Avenida 18 de Julio porque era un escenario de guerra con permanente quema de cubiertas, barricadas y pedreas a los coquetos locales comerciales. Recuerdo algún vecino llorar desconsoladamente porque aquellas revueltas se llevaron puesto el trabajo de toda su vida y al intentar defender su negocio, los manifestantes los golpearon sin piedad.
Mis primos mayores vivían sus propias tragedias, porque las facultades estaban hechas un lio y en la de química se armaban bombas molotov con lo cual, era común que los padres se negaran a que fuesen a estudiar. Algunos de ellos nunca pudieron terminar sus estudios y aun hoy siguen lamentando aquel estado de guerra que les impidió cumplir sus sueños.
Las aglomeraciones estudiantiles eran muy violentas y pronto fue evidente que no todos eran estudiantes, había gente mayor entrenada en guerrilla y dispuesta a que corriera sangre.
Cada mañana la radio nos devolvía un escenario violento y en setiembre de 1970, varias bombas detonaron en el Club Bowling de Carrasco. En casa se armó un gran revuelo porque dos primos mayores habían participado en el suceso que dejó inválida a una funcionaria del Club debido a las heridas recibidas. Eran Mauricio y Gonzalo Vigil Grompone y solo recuerdo que en días escaparon a Suecia y mandaban fotos de su holgada vida en el país nórdico, en donde fueron rotulados como “luchadores sociales” mientras tanto, en Uruguay seguíamos intentando sobrevivir a aquella guerra sin cuartel.
En las casas se comentaba que aquello iba para largo porque dirigentes del MLN iban y venían de Cuba en busca de apoyo material y se comentaba que, con el apoyo de Fidel Castro, Cuba seria nuestro destino. Poco sabíamos acá de Cuba, más que bajo el pretexto de eliminar la dictadura de Batista, Fidel Castro había instaurado una nueva dictadura de corte comunista.
El 20 de junio de 1972, a pocos kilómetros de Pan de Azúcar, fueron encontrados los restos de Pascasio Báez Mena, peón rural que estaba desaparecido desde diciembre del año anterior.
Nuestros mayores decían que ese padre de familia había visto un refugio tupamaro y fue retenido meses hasta que los terroristas decidieron matarlo con una inyección de pentotal.
El terror cundió, todos estábamos en peligro y los niños seguíamos encerrados.
Ya se hablaba del Plan Hipólito por el cual el MLN ajusticiaría a quienes se manifestasen contra sus ideales y los ciudadanos de a pie vivían atemorizados.
Los Tupamaros eran implacables y muy poderosos económicamente ya que a los dineros de Cuba y la URSS le sumaban lo obtenido en sus robos y del pago de rescates.
Se supo que habían armado lo que llamaban Cárcel del Pueblo, un pozo inmundo en donde retenían a personas para pedir enormes sumas de dinero por su liberación.
Una mañana circuló la fotografía de un desnutrido joven de nombre Sergio Molaguero que permaneció meses retenido en ese pozo, torturado y maniatado por los terroristas con el fin de que su padre, un empresario de Santa Lucía cerrara su fábrica de calzado porque el sindicato de FUNSA pretendía conservar el monopolio del calzado.
Aterrados, los padres aumentaron nuestro encierro, ya nadie estaba libre de sucumbir a la barbarie del MLN que no mostraba piedad a la hora de ganar dinero y poder.
En mayo en 1972 las autoridades desbarataron la Cárcel del pueblo y recuerdo que la gente aplaudía en las veredas, felices de terminar con esa pesadilla porque todo método parecía licito para los terroristas y nadie estaba a salvo.
Luego llegó la larga dictadura y volvimos a salir a la calle.
Mientras tanto, los dineros de Fidel Castro forjaban la leyenda idealizada del tupamaro “idealista “y a aquellos asesinos sin escrúpulos, comenzaron a llamarlos “presos políticos”.
Miles de intelectuales fueron escribiendo un relato heroico, en nada emparentado con la realidad. Circulaba mucho dinero para alimentar la leyenda y se extendía la idea del “hombre nuevo» guevarista, mientras sonaban melodías apologéticas del horror, como la «Canción al hombre nuevo» de Daniel Viglietti, legitimando al terrorismo feroz como herramienta licita.
Hoy aquellos niños que vimos pasar parte de nuestra infancia detrás de los ventanales de nuestras casas, somos rehenes de una responsabilidad histórica fraguada por miles de intelectuales que nos transformaron de víctimas, a tributarios de nuestros verdugos.
Llevamos décadas viendo desfilar ante los medios a esas “víctimas”, o herederos de aquellas “víctimas” reclamando resarcimientos y privilegios, adoptando una postura altamente moralizante y creando la sensación de que no fueron protagonistas en aquel horror.
Para seguir reclamando, se han apropiado del pasado, lo han reinventado para victimizarse y silenciar a los miles de ciudadanos que fuimos las verdaderas víctimas de aquel terrorismo que nada tuvo de heroico y si tuvo mucho de criminal.
Llegó la hora de que, los que recordamos aquel infierno exijamos que cada cual tome su lugar en la larga fila de responsabilidades en aquel episodio, el más oscuro y triste de nuestra historia reciente.
Mercedes Vigil