Una de las cosas más perturbadoras que vivimos es el creciente rechazo hacía nuestras tradiciones, una endofobia peligrosa que desprende al ciudadano de aquellas cosas que lo unen a su comunidad.

Las tradiciones son el tesoro intangible de las naciones, un puente entre el pasado y el presente que nos da sentido de pertenencia a la comunidad.

Preservarlas es resguardar el patrimonio cultural de la nación y se transforma en imprescindible en tiempos de un avance frontal del globalismo.

En las últimas décadas hay un enorme interés de barrer de un plumazo todo lo heredado del aquel magnifico encuentro cultural que fue la conquista de América.

En ese esfuerzo por licuar nuestros orígenes, se ha establecido un relato que deposita la responsabilidad histórica del descubrimiento en hombros de la gran mayoría de la población.

Siguiendo esa dinámica, se menosprecian los símbolos patrios, se relegan las fechas nacionales y se denigra a aquellos prohombres que fueron actores principales en la constitución de nuestro ser nacional.

Uno de los movimientos más ideologizados de Latinoamérica es el indianismo que abreva de las organizaciones indigenistas que, a inicios del siglo XX lograron infinidad de derechos para las poblaciones nativas.

En los años cincuenta comenzó a representarse al indígena como un trabajador explotado por el capitalismo y la burguesía, hasta que en los años ochenta, se volvió parte del discurso de “resistencia” ideológica.

Con un empuje importante del revisionismo histórico se ha tratado de licuar el legado colonial, rechazando nuestras tradiciones, despreciando los espacios de religiosidad y su sistema de valores, que hoy son parte inherente de nuestra cultura.

Esta manipulación étnica, que hace pie en el relativismo cultural nos somete a un permanente avance sobre nuestras tradiciones, impulsando un segregacionismo que difumina la conciencia de ser parte de una comunidad más amplia y hace de la pertenencia a alguna tribu, la única manera de supervivencia.

La etiqueta de “indígena” vende y se invierten enormes cantidades de dinero desde organismos internacionales y Fundaciones para esa causa.

Esta politización de la etnicidad no es casual y tuvo un punto clave con la intervención del vicepresidente boliviano Álvaro García Linera que, en aras de la plurinacionalidad boliviana alzó la bandera del “indianismo” articulando el tradicional desencuentro entre el marxismo y el indigenismo.

Los proyectos políticos encubiertos detrás de estos reclamos retomaron el discurso victimizante, mientras que antropólogos, escritores e historiadores volvieron al relato de los “buenos salvajes” sometidos bajo el poder de “invasores perversos”, alentando el proyecto de recuperar el paraíso perdido.

Hoy esta manipulación étnica ha convertido esa victimización en herramienta para reclamar privilegios, sesgando el devenir histórico que nos hace a todos peregrinos en esta tierra.

Aquellos que cargamos genes europeos fuimos colocados en la posición de tributarios de las comunidades que se proclaman “originarias” del territorio americano.

La realidad es que no existen grupos humanos “originarios”.

La historia de la especie humana ha seguido la dinámica de la mixtura de civilizaciones desde que, hace 80 mil años la Eva mitocondrial salió del Eritrea, cruzando el golfo de Adén hasta el actual Yemen y expandiéndose por todo el mundo.

Hace más de dos milenios, pueblos indoeuropeos llegaron de Asia al centro y sur de Europa dando origen al mundo grecolatino, en tanto hacia el occidente marcharon celtas y germánicos. Griegos y fenicios llegaron al norte de África y a Europa para fundar las primeras ciudades antiguas. Los vikingos del norte cruzaron a la actual Norteamérica mucho antes que el descubrimiento de América impulsara la avalancha migratoria europea hacia el Nuevo Mundo.

Los primeros españoles que arribaron a América eran fruto de un mestizaje profundo.

El Imperio Romano conquistó la Península ibérica en el siglo III A.C., sojuzgando a celtíberos, lusitanos, astures y cántabros. Luego llegaron los suevos, vándalos y visigodos. En el 715 los árabes invadieron España para quedarse hasta 1492, cuando los Reyes Católicos unificaron el país con la conquista del Reino de Granada.

Ningún lugar del planeta escapó a la dinámica de sumisión de pueblos débiles a potentes, mixturando sus culturas de diversas maneras.

Cuando los europeos llegaron a América, hacía 20.000 años que los humanos modernos la habitaban y el inexorable avance en investigación nos permite desechar la antigua concepción de una civilización precolombina pacífica y civilizada.

En 1942 el Nuevo mundo no era nuevo, estaba poblado por pueblos diversos, con ciudades militarizadas sometidas al poder político del gobernante en turno mediante ejércitos bien equipados e implacables.

Los Aztecas, fueron un grupo humano beligerante que había librado enormes batallas para sojuzgar a pueblos aledaños.

Los Incas establecieron su imperio a costa de un ejército poderoso que fue sometiendo a tribus de lupacas, collas, huancas, huallas, alcabizas, poques y más.

Los Mayas era feroces combatientes y la guerra formaba parte de su cotidianidad.

Nuestra historia es la historia de la puja de civilizaciones en una dinámica imposible de rastrear íntegramente y en la cual, cada nueva civilización traía leyes y culturas diversas que, al fusionarse conformaron nuestra comunidad Hispanoamericana.

Sin dudas sería más digno que todos nos sintiéramos orgullosos de nuestros orígenes y raíces, potenciando una cultura integradora que, como decía la gran poetisa chilena Gabriela Mistral, siempre se ha enriquecido con el eterno mestizaje.

Mercedes Vigil

 

 

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